Sin necesidad de yelmo, ni de armadura o espada ropera, solo con un sombrero charro. En esta ocasión no fueron necesarias armas algunas para conquistar. Esta vez el conquistado no fue un hijo de Moctezuma y sí uno de Cortés. Y lo ha sido desde el cariño sincero que de siempre mostró el pueblo azteca hacia los toreros de la madre patria. Un afecto recíproco y sincero, cuya mejor muestra es la mirada de Antonio Ferrera, firme y relajada a la vez. Tal y como se sienten, y se han sentido a lo largo de la historia en México, todos esos matadores que acuden allí para solazarse con la hospitalidad de unas gentes apasionadas por la fiesta de toros.