«…Cuando el pasado viernes mi compañero Gallardo me dijo que mirase la foto que le había hecho a Ginés Marín al momento evoqué aquella otra de su tocayo de apellido firmada por Arjona. Aquella ante la que me detuve tantas mañanas de verano…»
Antonio Girol.-
Aquella verónica enmarcada en una austera media caña hacía que cada mañana me detuviese, extasiado, a contemplarla desde la puerta de la barbería que olía a Floïd. Aquella fotografía en blanco y negro era el acicate para que me ofreciese todos los días a ir a comprar el pan y el periódico a pesar del calor agosteño. Allí, un lance detenía el tiempo entre las yemas de unos dedos. Era la única imagen en aquella pared nacarada, mas era tal su fuerza que a pesar de ser pequeña festoneaba todo el espacio. Y hacía que detuviese mis pasos y en ella posase mis ojos de niño inquieto.
Un buen día el dueño de la barbería, extrañado de que aquel chiquillo se parase diariamente en su puerta a contemplar la única foto que adornaba su local, me invitó a pasar adentro; y me dijo que aquel torero que mecía el capote se llamaba Antonio Gallardo. Y aquel nombre se instaló para siempre en mi memoria rubricando eternamente aquel lance grabado a fuego en mis retinas.
Años más tarde quise conocerle en persona y encaminé mis pasos hasta la plaza del Cabildo. Allí, junto a Lola Ortega, su esposa, regentaban una de las mejores tienda de antigüedades de Sevilla. Sin embargo no pude cumplir mi sueño de conocerle en persona y decirle todo lo que mentalmente había ido repitiendo durante el viaje desde Dos Hermanas en Los Amarillos.
Cuando el pasado viernes mi compañero Gallardo me dijo que mirase la foto que le había hecho a Ginés Marín al momento evoqué aquella otra de su tocayo de apellido firmada por Arjona. Aquella ante la que me detuve tantas mañanas de verano. Ni siquiera tuve que cerrar los ojos para verla nítidamente en mi memoria: el compás tan armónicamente abierto, la barbilla clavada en el pecho, las yemas de los dedos sujetando la tela como la debió sujetar la hebrea que dio nombre al lance cuando limpió el rostro de Cristo camino del Calvario.
A Pedro, y más tarde a Álex Carpallo, con quienes comenté el recuerdo, les parecía mejor la de Ginés Marín. A mi, como ocurre con ese primer amor del que uno nunca se olvida, me sigue gustando más la de Antonio Gallardo. Cuestión de gustos, ya que ambas son de una fuerza y una profundidad enorme. Dos lances de ejecución tan perfecta que es imposible ponerle algún pero más allá de la subjetividad de la mirada.
Hoy no quedan barberías como aquella de Dos Hermanas en la que una sola foto llene toda su extancia. En las que un barbero sea capaz de detener su trabajo para explicarle a un niño quién es el torero que torea de capa. Capaz de recrear aquel lance con el delantal sujeto por dos dedos. En clara muestra de las veces que lo habría ejecutado en la soledad de su negocio. Hoy es tiempo de prisas, de inmediatez reflejada en la parquedad de 140 caracteres.
Es cierto que las redes sociales actualmente expanden ampliamente cualquier instantánea traspasando fronteras a la que antes solo en sueños se llegaba; pero, ¿habrá algún niño que en esta acelerada sociedad de la imagen sea capaz de recordar dentro de treinta años el lance que una tarde de marzo dio Ginés Marín a un novillo de Talavante en Olivenza? Ojalá lo haya. Eso será señal no solo de lo buena que fue aquella verónica que perdura en el tiempo como lo sigue haciendo la que dio Antonio Gallardo en La Maestranza sino de que la fiesta sigue viva a pesar de tantas zancadillas y trabas.